lunes, 20 de octubre de 2008

X - El Diario del Padre Bernal

La hermana Teresa se acerca cansinamente al sagrario, aferrándose al albo lienzo que lo cubre, contemplando fascinada el reverberar bruñido del altar. Aferrada al púlpito se sentía protegida flanqueada por los ángeles arcabuceros, que con sus fusiles al hombro custodian la iglesia prelaticia desde su fundación. En esa devota expectación con el Señor se percata que un monje, aparentemente de la orden franciscana por el atuendo, pero incomprensiblemente todo de blanco, se encuentra de rodilla en aparente estado de oración. Ella se siente contagiada de tal beatitud que se predispone a orar al Señor recitando la oración que nuestro Señor Jesucristo, en sus visiones le había enseñado a la hermana faustina:… “Hoy tráeme a toda la Humanidad, especialmente a todos los pecadores y sumérgelos en la inmensidad de mi Misericordia. De esta Forma me consolarás de la amarga tristeza en que me sume la pérdida de las almas. Hoy tráeme a las almas de los sacerdotes y religiosos y sumérgelas en mi insondable Compasión. Hoy tráeme a las almas que están detenidas en el purgatorio y sumérgelas en las profundidades de mi Clemencia…”Cuando llega a esta parte del recitado, el monje se incorpora lentamente caminando con la cabeza gacha hacia el altar, ubicándose detrás del púlpito, inclinándose lentamente, desapareciendo de la visión de la hermana. Siguió rezando, pero al cabo de un tiempo le llamo la atención no ver surgir al monje de nuevo. Se levanto disimuladamente rodeando el atrio, pero no encontró al beato. Su sorpresa se acrecentaba, pues no había forma de que el monje se alejara sin que ella lo viera. Dubitativamente se acerco al supuesto lugar donde había visto por última vez al hermano, llamándole la atención un objeto en el suelo. Un hálito repentino, helado, sopla sobre los velones de la iglesia apagando algunos, mientras un espasmo le recorre por todo el cuerpo. Mirando en derredor lo toma, pensando que el religioso había dejado olvidado su libro de oraciones. Lo guardó entre sus ropas y se alejo a su aposento. En la intimidad de el, la hermana Teresa ojea con curiosidad el libro, descubriendo que no era un compendio de oraciones sino un diario personal. Dudo un momento, analizando si era ético o no profanar sus líneas. Al fin, la curiosidad siguió la estría del menor esfuerzo y se predispuso a leerlo. Lo que leyó en la primera hoja hizo que el libro se deslizara al suelo con un estrépito sordo al chocar con el parquee recién barnizado: Diario del Padre Bernal, por la gracia del Señor, iniciado el 1 de Abril de 2005…”. Lo levanto temblorosa.
… “Siendo un estudioso costumbrista, siempre me llamo la atención determinadas fiestas y rituales andinos. Entre ellos el efectuado en febrero o marzo de cada año, en la cual Humahuaca se convierte en la capital del carnaval y centro de la quebrada. Esta celebración se inicia días antes con la fiesta del Tantanakuy, encuentro de instrumentistas de todo el país. El Carnaval de Humahuaca, de entusiasta participación popular, es uno de los más famosos del país, y atrae tanto a visitantes locales como extranjeros. Dura ocho días, y en ella los participantes utilizan máscaras, disfraces, trajes coloridos y ritos. El disfraz más típico es el del diablo. Desde que se lo desentierra en un rito particular de cada comparsa y en un lugar determinado por cada una de ellas, todas las contenciones humanas quedan liberadas, en la cual el ser quebradeño queda a merced de todas sus debilidades y de todos los deseos reprimidos. Son ocho días donde el demonio sale de sus flamígeros dominios y se enseñorea de la quebrada y puna. He visto como detrás de comparsas ebrias no solo de júbilo, hordas oscuras liban del vaso de los festejantes en obscenas manifestaciones. He visto la codicia, las envidia y el odio encaramarse como garras estrujando el corazón de cada enfiestado. Siendo el móvil de más de un asesinato en los callejones oscuros, donde solo un viejo búho es testigo accidental y silencioso de las coplas que se desgranan como una mínima muestra de una inspiración tan actual y milenaria como cósmica, alcohólica y mineral de los andes…
“Las noches de carnaval
Terminan en una orgía.
La culpa no es de mi raza,
Es de la antropología.”
He visto esas sombras recorrer en noches propicias los empiedres de las calles adueñándose de las almas de sus habitantes, tentándolos, obcecándolos, poseyéndolos...” La hermana Teresa hace un alto, mientras trata de controlar las sacudidas de sus manos. Afuera Shulco se entretiene lúdicamente con la ventana que golpea rítmicamente contra la celosía, mientras una helada sensación le produce un escalofrío. Se percata de que el diario esta cubierto de tierra, como si hubiera sido desenterrado recientemente. Luego de limpiarlo un poco continúa leyendo… “En las noches oscuras donde se apaga la gran luminaria, no puedo dormir, pues un sinnúmero de ruidos pueblan cada rincón de mi recamara, despertándome sobresaltado con la sensación de que algo me observa…en esas noches caigo de rodillas ante la imagen del señor rogando por el perdón de mis pecados…pero el miedo que se va apoderando de mi es mas fuerte. Miedo a la oscuridad, al silencio, al viento que me trae voces extrañas, murmullos sombríos. Pensamientos pecaminosos contra los cuales lucho estrujando las cuentas de mi rosario…No tengo fuerzas ya ni para imitar en este caso a San Francisco de Asís…” Un golpe sordo de la hoja de la ventana, sobresalta a la hermana Teresa. Deja el libro sobre la mesa de luz, disponiéndose a cerrarla, aunque de reojo le parece haber visto una sombra ocultarse rauda. Al mirar por ella hacia la plaza, desierta a esa hora, contempla un hombre oscuro sentado, con la cabeza coronada por una capucha observando insistente su ventana, para luego dirigirla hacia lo alto del cabildo como si esperara la bendición de san francisco solano.

viernes, 17 de octubre de 2008

IX - El túnel

Evadiendo formas hoscas que se mimetizan en la oscuridad, desandando calles solitarias en una noche fría, donde Shulco cede su guardia a Illapa, me guarezco al amparo de la lluvia. Illapa ensordece con su cólera las montañas, mientras sus bramidos se multiplican en ecos a lo largo de las quebradas. Empieza a descolgarse una garúa tímida y persistente. Desde mi oportuno refugio me sorprende un bulto que alejándose de una ventana se desliza por el empiedre de la calle camino a los linderos del Monumento. Otra vez el indigente, con su bandolera de trapos sueltos, furtivamente al amparo de las sombras, subiendo las escalinatas que llevan a los barrios altos. Decido seguirlo sigilosamente. A la mitad de la escalinata, la abandona trepándose para desaparecer entre cardones y queñuas. Dudo un instante, atemorizado por lo desconocido y la oscuridad misma, pero al final voy detrás de él. Con dificultad, resbalando en el lodo incipiente que se forma llego por fin a la explanada, temblando de frío, calado hasta los huesos. Frente a mí se levanta la sombra de una construcción rectangular, desde la cual el mendigo se desprende para seguir subiendo una pequeña lomada, esquivando cardones que con sus brazos extendidos parecieran tan espantados como yo. Me refugio amparado por la oscuridad en aquella construcción ahuecada donde mi mano se posa en algo blando, un retazo de tela. De pronto un relámpago hiere la bóveda gris, mientras con horror descubro que estoy sosteniéndome en los restos mortuorios del cadáver de un niño. Mientras retrocedo instintivamente, me percato que estoy ante los restos de un antiguo cementerio abandonado, cuyos nichos destruidos por la erosión del tiempo, develan involuntariamente su fruto negro. Junto a la antigua sepultura veo la torre de santa bárbara en lo alto de la colina del mismo nombre, a la izquierda del majestuoso Monumento a la Independencia. En ese punto, el mendigo se da vuelta, mientras yo me agazapo entre las sombras de los restos del cementerio. Ayudado por Illapa espío como pareciera buscar frenéticamente algo en las aberturas de la torre. Los restos de la torre de esta iglesia, fue utilizada como fortificación por los españoles, y como atalaya por el Ejército independentista del Norte. Fue sitio de combate en 1837 durante la guerra contra la Confederación Peruano-Boliviana. Y finalmente fue desplazada para erigir el Monumento a la Independencia. La torre formó parte de una antigua iglesia de Humahuaca, en la que según la memoria oral, la utilizó el creador de la bandera, el Gral. Manuel Belgrano, para avistar a los realistas. Desde entonces es llamada “el mirador de Belgrano”. Fue parcialmente destruida en la batalla de Humahuaca, en 1817. Se llega por un camino que se encuentra al lado del Monumento a la Independencia. Me alejo rápidamente, tras el mendigo, que con un aparente gesto de contrariedad desaparece de un salto mientras la lluvia cae torrencialmente. Al ir desplazando ramas de churquis cuyas choloncas emiten un cascabeleo al ser mecidas por Shulco, quien se traba en una feroz competencia con Illapa, descubro que voy rodeando el Monumento por la izquierda. He perdido al indigente, pues hay una cortina de agua que dificulta la visibilidad. Al agazaparme contra la pared pétrea del monolito, contemplo una entrada abierta, como una boca de lobo dispuesta a devorarme. De nuevo la indecisión. Me atemoriza lo inexplorado y pienso seriamente en no aventurarme. Mientras dubitativamente analizo los pros y los contras de ingresar, un chillido agudo y penetrante me aterra, haciéndome agazapar e instintivamente acercarme a la abertura, mientras una saeta blancuzca hiere las gotas traslucidas que contrariamente a mí no se dejan intimidar. Viene a mi mente esa entidad espeluznante que me sorprendió en lo alto de este Monumento y empiezo a temblar convulsivamente. Inconscientemente ingreso por la abertura que en sus primeros metros es de piedra para luego convertirse en tierra. Es demasiada la oscuridad; me guió por la luz tenue de los relámpagos. Me detengo un instante para escuchar y el silencio es sobrecogedor, mientras voy descendiendo. Hasta aquí me voy dando cuenta que estoy en un túnel angosto y profundo que va por debajo del Monumento vaya a saber hacia donde. El fragor de los elementos se hace cada vez más lejano, el aire se enrarece. Empiezo a tropezar con cosas sueltas que ruedan. Me detengo, inclinándome, la vista se va adaptando de a poco a la oscuridad y distingo siluetas tenuemente dispersas por el suelo. Tanteo el piso y un escalofrío me recorre todo el cuerpo, pues son huesos dispersos y lo que hice rodar por un largo trecho son calaveras. De pronto un siseo suave viene hacia mí, algo o alguien viene a mi encuentro raspando la pared, cruzando en sentido contrario el osario. Desando lo andado a los tumbos anhelando como nunca la salida, mientras mi corazón es un trueno más dentro de mi pecho. Subo a tropezones, saliendo en medio de la lluvia torrencial y corro, corro como loco sin querer mirar atrás, apoyándome bajo un gran cardón, temblando de horror y de pavor, mientras en la entrada del túnel un par de ojos aterradores me observan un instante, para luego desaparecer tras su bandolera de trapos.