sábado, 21 de febrero de 2009

XV - Peñas Blancas

La hermana Teresa contempla la cima irregular de un morro llamado Peñas Blancas, donde una gruta de la virgen se ha convertido en una atracción turística. En ese lugar, al cual se accede caminando en constante subida desde el pueblo y cuyo ascenso dura una media hora, es su lugar de meditación. Allí va cuando esta confundida o asustada, allí encuentra un estado de paz particular que clarifica sus ideas y le da armonía espiritual. Se topa con una majada de ovejas dispersas, cuyo pastor, ausente, la ha dejado al cuidado de un perro viejo que ladra constantemente buscando reunirlas de nuevo. Los balidos se mezclan con la risa alegre de un grupo de turistas que bajan al encuentro de la hermana, a la cual saludan respetuosamente. La hermana Teresa les sonríe, mientras toma aire, pues la cuesta es pronunciada y el oxigeno escaso. Al rato, sentada frente a la gruta de la virgen, cuyo acceso se logra luego de subir unas escaleras sinuosas, contempla maravillada la explosión de verdes en contraste con el blanco de la peña y la arcilla en sus múltiples variedades de gama en la que se regocijan sus ojos. Abre el diario del padre Bernal y continúa leyendo:
“... la directiva del guía me intranquiliza un poco, su conducta a sufrido un cambio extraño desde que llegamos. He sorprendido sus miradas huidizas e incluso me ha mirado de una forma intranquilizadora varias veces, seguida de una mueca burlona en sus labios. Luego de atender a los caballos, lo he observado alejarse hacia las ruinas de un refugio derruido hace mucho tiempo, agazaparse y hablar solo entre risitas nerviosas. La sensación en este lugar es horrible, a medida que avanza la oscuridad, pareciera que las sombras se multiplicaran y afectara emocionalmente a los dos, pero de formas distintas. El guía actúa como si estuviera en su elemento, pero a mi me va ganando una angustia y un temor que no puedo controlar. La sensación de ser observado hace que mire cada rincón del refugio y hasta me parece que las sombras se mueven a intervalos, seguido de un frío gélido que extrañamente no altera la superficie cenagosa de la laguna. Muy extraño, como si el aire no la tocara. Mi mente no puede evitar recordar que en noches, tal vez como esta, oscuros helicópteros dejaban caer cuerpos agonizantes, o ya muertos sobre estas aguas, durante la época del proceso militar. El guía empieza a mirarme constantemente, su mirada destila un odio visceral, moviéndose inquieto, como si luchara con pensamientos que no puede controlar. El temor empieza a hacerme temblar; adivino que esta va a ser una noche larga, porque no voy a poder dormir en la presencia de este loco. Sigo cada movimiento, como ocurre cuando uno esta ante la presencia de un elemento que la mente ha catalogado como peligroso. No voy a descuidarme, aunque me pregunto que produce este cambio en las conductas. A mi se me acrecentaron mis miedos, en cambio al guía pareciera que le potenciara sus odios y sus resentimientos reprimidos. Empieza a tirar piedras al agua, con una ira en continuo aumento, para luego sentarse en un rincón de la pared de piedra, como si sufriera de espasmos, seguido de risitas burlonas. Alimento el fuego con unos pedazos de troncos y yaretas para luego acomodarme en la bolsa de dormir. Contemplo un cielo límpido aunque sin luna, con estrellas enormes, donde se puede ver que cada una brilla con un color distinto. Fenómeno que solo se da en estos lugares, donde nos encontramos por arriba de los 4.000 metros sobre el nivel del mar. El guía se aleja hacia los caballos luego de echarme una mirada furtiva. Me asusta la reacción de los animales que se encabritan al verlo llegar, tirando coses en el aire. Desiste y se vuelve con una risita divertida, pareciera que disfruta con el efecto que produce sobre ellos, pero su risita se corta cuando sorpresivamente sus ojos se vuelven hacia mi...” Un coro de voces sobresalta a la hermana Teresa que cierra el diario violentamente. Dos turistas suben las escaleras de piedra para contemplar la gruta.
- Hola, hermana, ¿molestamos?
- No, para nada. ¿Desean que los deje solo para que se comuniquen con la madre de Dios?
-No, hermana, solo nos sacaremos unas fotos y nos vamos. ¿Podría usted sacarnos unas fotos? Prometemos dejarla luego sola - y con una sonrisa simpática le acerca a la hermana la cámara.
Luego de que los turistas se hayan ido, la hermana contempla un morro hacia su derecha, donde pareciera que la silueta de un hombre estuviera parado observando. No le llama la atención pues allí se encuentra un antigal, o sea un antiguo asentamiento indígena, que servia a la vez de enterratorio. Los omaguas tenían como costumbre enterrar a sus muertos en los vértices de las casas; a los niños lo enterraban en urnas. Al instante la silueta desaparece y la hermana decide volver a la prelatura. Empieza a hacer frío, Shulco arrecia con más fuerzas y el camino por recorrer es tedioso.

viernes, 13 de febrero de 2009

XIV - Remolino de trapos

Luego de esperar mucho tiempo luchando con mi indecisión y el terror que afecta mi motricidad, decido ingresar al túnel. No creo en las casualidades y algo dentro de mí me dice que los encuentros ocasionales y no tantos con el mendigo se deben a alguna razón velada para mi entendimiento. Otra vez la oscuridad y mis pasos torpes intentando avanzar. A medida que la vista se habitúa a la oquedad, distingo un reflejo en el suelo, entre el osario cuyo frutos pateo a cada instante. Tanteando, mis manos tocan algo frío, metálico, no cabía duda, son restos de armaduras. De pronto quede petrificado, siento que el temor esta generando una angustia desmedida y el sudor de mis manos temblorosas empieza a ser cada vez mas incontrolable. Algo me roza al pasar a mi lado, algo gélido, pero no es ese la causa de mi temblor. Siento que lo que me ha rozado se yergue lentamente delante de mí, en silencio, como contando los latidos de mi corazón que galopa por este túnel descompasadamente. Siento un aliento frío en mi rostro a medida que empiezo a deslizarme al piso sin fuerzas, pero, algo aferra mi brazo levantándome en vilo, mientras una voz con ecos de ultratumba, sorda y áspera me recrimina:
- Te dije que te fueras.
El tiempo se detiene en este instante donde el terror no me deja pronunciar palabra, y mi angustia lacera el corazón.
- No solo no te fuiste, sino que debo tolerar tus acechanzas ¿Que quieres de mí?
Con un gran esfuerzo, casi en un susurro alcanzo a decir:
- Respuestas.
-El no debe vernos juntos, ¿entiendes? El daño ya esta consumado, no se puede hacer nada. Debes alejarte de este lugar, porque el te busca y va a destruirte.
Temblando en esta atmósfera que se me antoja demoníaca, solo atino a preguntar:
-¿De quién me hablas? ¿Quien eres tú?
Un chillido hace ecos dentro del túnel. El mendigo se agazapa sobresaltado, soltándome violentamente. Una saeta blanca pasa por sobre nuestras cabezas para rebotar en las angostas paredes de tierras, hasta que por fin encuentra la salida. Detrás de ella, una sombra acurrucada sale sigilosa envuelta en un remolino de trapos. Quedo sólo, al borde de una convulsión, internándome a tropezones como un autómata dentro del túnel, en sentido contrario al de aquella sombra. Después de no se cuanto tiempo, agotado, me apoyo en una de las paredes, perdido, aturdido. El aire esta enrarecido y yo casi asfixiado; mucho polvo acumulado. Levanto mi mano y al tanteo descubro que la pared ya no es de tierra, sino de madera. Al apoyarme en ella, cede y una bocanada de aire fresco me hace descubrir que me encuentro en el piso, observando un altar bañado en oro, con una base de cardones lustrado.
Al girar, contemplo los zapatos lustrados de un cura cantando un himno junto a sus feligreses. Silenciosamente vuelvo a ingresar al túnel, desandándolo raudo pero confundido ante el sorpresivo descubrimiento.