viernes, 13 de febrero de 2009

XIV - Remolino de trapos

Luego de esperar mucho tiempo luchando con mi indecisión y el terror que afecta mi motricidad, decido ingresar al túnel. No creo en las casualidades y algo dentro de mí me dice que los encuentros ocasionales y no tantos con el mendigo se deben a alguna razón velada para mi entendimiento. Otra vez la oscuridad y mis pasos torpes intentando avanzar. A medida que la vista se habitúa a la oquedad, distingo un reflejo en el suelo, entre el osario cuyo frutos pateo a cada instante. Tanteando, mis manos tocan algo frío, metálico, no cabía duda, son restos de armaduras. De pronto quede petrificado, siento que el temor esta generando una angustia desmedida y el sudor de mis manos temblorosas empieza a ser cada vez mas incontrolable. Algo me roza al pasar a mi lado, algo gélido, pero no es ese la causa de mi temblor. Siento que lo que me ha rozado se yergue lentamente delante de mí, en silencio, como contando los latidos de mi corazón que galopa por este túnel descompasadamente. Siento un aliento frío en mi rostro a medida que empiezo a deslizarme al piso sin fuerzas, pero, algo aferra mi brazo levantándome en vilo, mientras una voz con ecos de ultratumba, sorda y áspera me recrimina:
- Te dije que te fueras.
El tiempo se detiene en este instante donde el terror no me deja pronunciar palabra, y mi angustia lacera el corazón.
- No solo no te fuiste, sino que debo tolerar tus acechanzas ¿Que quieres de mí?
Con un gran esfuerzo, casi en un susurro alcanzo a decir:
- Respuestas.
-El no debe vernos juntos, ¿entiendes? El daño ya esta consumado, no se puede hacer nada. Debes alejarte de este lugar, porque el te busca y va a destruirte.
Temblando en esta atmósfera que se me antoja demoníaca, solo atino a preguntar:
-¿De quién me hablas? ¿Quien eres tú?
Un chillido hace ecos dentro del túnel. El mendigo se agazapa sobresaltado, soltándome violentamente. Una saeta blanca pasa por sobre nuestras cabezas para rebotar en las angostas paredes de tierras, hasta que por fin encuentra la salida. Detrás de ella, una sombra acurrucada sale sigilosa envuelta en un remolino de trapos. Quedo sólo, al borde de una convulsión, internándome a tropezones como un autómata dentro del túnel, en sentido contrario al de aquella sombra. Después de no se cuanto tiempo, agotado, me apoyo en una de las paredes, perdido, aturdido. El aire esta enrarecido y yo casi asfixiado; mucho polvo acumulado. Levanto mi mano y al tanteo descubro que la pared ya no es de tierra, sino de madera. Al apoyarme en ella, cede y una bocanada de aire fresco me hace descubrir que me encuentro en el piso, observando un altar bañado en oro, con una base de cardones lustrado.
Al girar, contemplo los zapatos lustrados de un cura cantando un himno junto a sus feligreses. Silenciosamente vuelvo a ingresar al túnel, desandándolo raudo pero confundido ante el sorpresivo descubrimiento.

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